En la Argentina de los extremos, donde los matices han sido arrasados por el ruido, hay algo que resulta tan constante como desconcertante: el maltrato institucional, político y simbólico hacia Victoria Villarruel. La vicepresidenta, que nunca ha desobedecido públicamente una sola decisión del Ejecutivo, se ha convertido en una figura incómoda para el propio gobierno del que forma parte. La razón parece no estar en lo que dice o hace, sino en lo que podría llegar a decir o hacer.
Villarruel es tratada como una amenaza latente. No por acción, sino por posibilidad. Se le pega preventivamente, como quien intenta aplastar una chispa antes de que se convierta en incendio. Se la critica con la sospecha de fondo de que su silencio encierra una herejía. Se la aísla porque su sola presencia incomoda a un esquema de poder cada vez más cerrado sobre sí mismo.
Y sin embargo, ella no acusa recibo. Responde con ironía, con gestos mínimos que desarman al agresor más que cualquier grito. No se descompone, no dramatiza, no confronta en términos clásicos. Su silencio no es sumisión, sino cálculo. Su tono no es resignación, sino desafío templado. Y ese control, ese estilo sereno pero firme, irrita a quienes esperan verla estallar para justificar el desprecio.
El oficialismo, que construyó poder desde la lógica del enemigo externo y la fidelidad absoluta, no sabe qué hacer con una aliada que no encaja en el molde de la obediencia ciega ni de la confrontación abierta. A Villarruel no se le perdona no haber hecho nada. Porque ese “nada” es precisamente lo que descoloca. No traiciona, pero tampoco se entrega. No critica al Presidente, pero tampoco se exhibe como escudera. No disputa poder, pero tampoco se borra.
Es visible que ha sido sistemáticamente marginada de decisiones clave. En temas institucionales, en gestos protocolares, en la discusión de leyes, se le impone un vacío. A veces con violencia simbólica explícita, otras con una indiferencia planificada. Se habla por ella, se desmiente su accionar, se cuestiona su cercanía con sectores políticos que el núcleo duro del gobierno desprecia. Se le endilga tener “agenda propia”, como si pensar fuera una traición.
Lo más paradójico es que, en el ajedrez del poder, Villarruel no ha movido ninguna pieza contra su propio gobierno. Pero el hecho de que tenga las piezas en su lado del tablero ya parece suficiente para que el Presidente y su círculo la consideren una amenaza. En un gobierno que confunde lealtad con servilismo y autoridad con griterío, la templanza puede ser vista como una afrenta.
Por eso la critican por las dudas, le pegan por si acaso, la aíslan por las dudas. No porque haya cometido una falta, sino porque su mera existencia recuerda que existe otra forma de hacer política: sin estridencias, sin escándalos, sin culto al ego. Una forma que puede incomodar más que cualquier discurso incendiario.
En una administración que necesita enemigos permanentes para sostener su narrativa, la figura de Villarruel funciona como un espejo que no devuelve la imagen esperada. Y eso, en este tiempo, puede ser el peor de los pecados.