Hay errores que desgastan, y hay torpezas que desgarran. El conflicto que el Gobierno ha elegido librar contra los residentes del Hospital Garrahan es una mezcla de ambos. Una pelea innecesaria, mal planteada, socialmente incomprensible y, sobre todo, políticamente autodestructiva. Porque si hay algo que el pueblo argentino no negocia —ni con el dólar, ni con la casta, ni con el déficit— es la salud de sus hijos.
El Garrahan no es un hospital más. Es una institución con una carga simbólica que trasciende cualquier discusión contable o ideológica. Para millones de argentinos, el Garrahan es ese lugar al que se llega cuando todo lo demás falla. Es el refugio ante el peor miedo de todos: que un hijo se enferme. En el Garrahan se vive la angustia, la espera, la esperanza. Y no hay plan de ajuste ni relato épico que pueda disputar ese valor en la conciencia colectiva.
Pero el Gobierno, enceguecido por su propio dogma, ha decidido tensar la cuerda con los médicos residentes, reclamando que acaten sin chistar jornadas de más de 70 horas semanales por sueldos que no alcanzan para vivir. Le exige obediencia a quienes sostienen la primera línea de atención en el hospital pediátrico más importante del país. Le manda conciliaciones obligatorias, les descuenta el sueldo, los amenaza. Y todo eso, sin mostrar el más mínimo gesto de empatía, sin siquiera intentar explicar por qué cree que el Garrahan debería ajustarse como si fuera una empresa.
La pregunta es: ¿quién le vendió al Gobierno la idea de que esta batalla podía ganarse? Porque no es una pelea contra un dirigente gremial. No es una discusión presupuestaria. Es una afrenta directa a un símbolo de humanidad en el corazón de una sociedad fracturada, sí, pero aún capaz de abrazar ciertas certezas. Y una de esas certezas, quizás la más profunda, es que el Garrahan no se toca.
La comunicación política más elemental indica que nunca hay que enfrentar al adversario equivocado. Y el Gobierno, que no logra consolidar una base firme más allá de su núcleo duro del 38%, insiste en pelearse con todo lo que representa una reserva moral o emocional para los argentinos. Primero fueron las universidades, luego el Conicet, ahora el Garrahan. ¿Qué sigue? ¿Las madres? ¿Los bomberos?
Si algo quedó claro en estos meses es que a la gente no le importa si el Garrahan da déficit o superávit. No evalúa su lógica de administración, no discute si hay gremios o no. Lo que ve es otra cosa: ve batas blancas, camillas, respiradores, sonrisas tímidas entre médicos y niños. Ve la esperanza. Y quien se mete con eso, pierde.
Porque hay batallas que se pueden dar con crudeza, con convicción, incluso con dureza. Pero hay otras que, si uno tiene un mínimo de estrategia, ni siquiera se plantea dar. Y esta era una de esas.
El Gobierno podría haber hecho silencio. Podría haber negociado con inteligencia. Podría haber puesto una ficha simbólica, un gesto, una palabra. Pero eligió mostrarse fuerte con los débiles. Rígido con quienes sostienen un hospital que todos sienten como propio. Despiadado, incluso, con quienes cuidan de la salud de nuestros hijos.
¿Y para qué? ¿Para qué el desgaste, el ruido, el rechazo social? ¿Qué gana el Presidente enfrentando al Garrahan? Nada. Absolutamente nada. Solo suma un nuevo frente de conflicto que erosiona lo poco que le queda de legitimidad blanda. Y cada punto que pierde ahí, es uno más que lo aleja de cualquier sueño de reelección o de gobernabilidad.
El problema de fondo es otro. Este Gobierno no entiende que hay símbolos que no se manosean. Lugares sagrados que la sociedad protege instintivamente. Espacios donde la ideología no entra, porque lo que hay en juego es demasiado humano para ser negociado. El Garrahan es uno de esos lugares.
Desgastarse ahí no es solo torpeza. Es suicidio político. Y lo peor: es insensibilidad pura.