a crisis económica nacional ya no se mide solo en inflación o actividad: se siente con fuerza en cada provincia, donde la caída de la recaudación propia y la brusca reducción de transferencias desde Nación han desatado un escenario de alto riesgo fiscal.
Con ingresos desplomados por la retracción del consumo y la actividad comercial, las administraciones provinciales ven complicarse cada vez más el cumplimiento de obligaciones básicas: pago de salarios, mantenimiento de escuelas y hospitales, y continuidad de programas sociales. A esto se suma un gobierno central que, en nombre del equilibrio fiscal, ha recortado envíos sin un plan compensatorio ni coordinación institucional.
Los gobernadores, de distintos signos políticos, coinciden en la gravedad del momento. Varios ya advirtieron que, de continuar esta dinámica, el segundo semestre podría estar marcado por conflictos salariales, paralización de obras y deterioro de servicios esenciales. Algunos incluso evalúan estrategias legales y políticas para reclamar ante la Nación los fondos que consideran comprometidos por ley.
Mientras tanto, desde la Casa Rosada se insiste con la idea de una nueva “mesa de diálogo” entre Gobierno, sindicatos, empresarios y provincias. Sin embargo, más allá de las convocatorias, no hay señales claras de asistencia inmediata ni de cambios en el rumbo económico.
La situación exhibe una paradoja: el discurso de la “eficiencia” y la “autonomía” provincial promovido por el Ejecutivo nacional se contradice con la asfixia presupuestaria a la que se somete a los distritos. Si no hay una respuesta rápida y concreta, el ajuste no solo lo sentirá la macroeconomía: lo pagarán millones de ciudadanos en sus provincias, con menos servicios, más desempleo y una institucionalidad cada vez más frágil.